Introducción
Durante muchos años las actividades subacuáticas han estado restringidas a los adultos del sexo masculino. Si bien en el buceo profesional y militar la participación de mujeres es todavía excepcional, en el buceo deportivo el número de buceadoras ha aumentado de forma progresiva a partir de la década de 1980 y es un hecho totalmente asimilado en la actualidad1. También en los últimos años se habla de extender el buceo a la infancia.
Algunos países tienen normativas específicas que limitan el buceo a una edad que suele rondar los 16 años; algunos pocos son más tolerantes, pero en la mayoría de los casos no se han dictado normas específicas2,3. Por otro lado, las escuelas e instituciones más importantes relacionadas con el buceo deportivo y/o recreativo presionan para que estas normativas se deroguen y pretenden extender, cada vez con mayor insistencia, las actividades acuáticas a la infancia4,5. Los argumentos de las administraciones suelen basarse en normativas antiguas sobreprotectoras basadas en criterios militares. Los que utilizan las escuelas e instituciones de buceo proceden, en cambio, de criterios básicamente comerciales, puesto que la introducción del buceo en la infancia implicaría un aumento significativo en el número de practicantes. No es infrecuente que unos y otros utilicen argumentos médicos para estimular o para frenar las actividades subacuáticas en los niños, y que esgriman criterios no siempre objetivos y muchas veces encaminados más a defender posturas que a dilucidar conocimientos científicos y médicos que puedan limitar la actividad subacuática en el niño.
El objetivo de este trabajo es revisar, desde un punto de vista estrictamente científico, la problemática inherente a la práctica de actividades subacuáticas en los niños, prestando atención exclusivamente a aspectos fisiológicos y fisiopatológicos, prescindiendo de motivaciones interesadamente entusiastás o conservadoramente escépticas. Consideraremos los 3 aspectos que podrían condicionar la actividad subacuática: anatomofisiológicos, psicológicos y ergonómicos. Formularemos, después de este repaso, algunas consideraciones acerca de la aptitud médica para el buceo en los niños y sugeriremos criterios a adoptar por parte de colectivos e instituciones.
Requerimientos anatomofisiológicos
Sistema locomotor
Durante mucho tiempo se ha argumentado que el punto débil en los niños radicaría en el cartílago de conjunción de los huesos largos, dado que sus especiales características circulatorias y su elevada demanda de oxígeno podrían convertirlo en un órgano diana para la formación de burbujas extravasculares, y sería especialmente sensible en el caso de un embolismo gaseoso disbárico. En la actualidad esta afirmación, basada solamente en estimaciones teóricas, no ha sido verificada por estudios experimentales ni tampoco se ha correlacionado con incidentes observados en la práctica6. Es más que probable que este riesgo haya estado sobrevalorado a lo largo de los años y que el aparato locomotor no implique en realidad una restricción importante para la actividad subacuática en los niños, y que aquel temor a inhibir el crecimiento por afectación del cartílago de conjunción esté poco fundamentado. Más importante sin duda ha de ser, y esto es de toda lógica, que la limitación locomotora proviene de la incapacidad para soportar el peso de las botellas de inmersión y otros dispositivos pesados de buceo. Los mismos criterios han de servir para las aletas, que no han de ser ni demasiado duras ni demasiado largas, sino adaptadas a los requerimientos, tamaño, forma y capacidad muscular del niño.
Termorregulación
Todos los padres conocen bien que los niños son especialmente sensibles a los cambios de temperatura, tanto en menos como en más, dada su limitada capacidad de intervención sobre el equilibrio termogénesis-termólisis. La inmersión en aguas frías habrá de ser un factor estrictamente limitante, y sea cual sea la temperatura del agua, en todos los casos será preciso utilizar sistemas de protección isotérmica, prestando especial atención a la cabeza y el cuello, como zonas en las que la pérdida de calor es más grande en los niños que en los adultos7. Adicionalmente, habrá que limitar siempre la duración de las inmersiones a fin de acortar al máximo la magnitud de la pérdida de calor.
Sistema auditivo
La patología otorrinolaringológica es más frecuente en los niños que en los adultos. Esta alta prevalencia puede condicionar significativamente las actividades subacuáticas en la infancia. El cierre de la trompa de Eustaquio es, a menudo, más difícil dada la menor movilidad de su sistema muscular de apertura8. La valoración otorrinolaringológica, dirigida a descartar enfermedades o trastornos subyacentes del oído medio y a verificar la capacidad de adaptación a las modificaciones de presión, es por tanto muy importante en los niños. Es preciso recordar que, lamentablemente, tanto el test de compresión en cámara hiperbárica como las pruebas manométricas a presión atmosférica pueden a veces poner de manifiesto alteraciones adaptativas de presión, pero su valor productivo es muy bajo, de forma que no se puede eliminar un candidato a buceo simplemente porque haya obtenido un resultado desfavorable en una prueba de tolerancia a la presión.
Aparato cardiovascular
La sangre circula a una velocidad más elevada en los niños, lo cual da lugar a turbulencias en algunos territorios, especialmente en las cavidades cardíacas y de una forma particular en la desembocadura de la vena cava inferior. Este hecho, por sí solo, favorece la aparición de burbujas intravasculares que, durante la fase de descompresión en el buceo con escafandra, podrían alcanzar un número y un volumen superior al esperado.
La presencia de foramen oval todavía permeable es lógicamente más frecuente en los niños que en los adultos. Si bien no se ha establecido una relación directa del foramen oval permeable con mayor riesgo de padecer un accidente de descompresión, las consecuencias de un accidente disbárico en el caso de que se produzcan sí podrán ser más graves en el niño portador de una comunicación interauricular. Por tanto, si asumimos que la formación de burbujas en los niños puede tener un punto crítico de sobresaturación diferente a los adultos, y que la evolución de las burbujas por el organismo seguirá también condicionamientos diferentes, estimulados por fases de circulación turbulenta, entendemos que los protocolos de descompresión utilizados por los adultos podrían ser inadecuados para los niños. El mayor riesgo de embolismo gaseoso no es por tanto despreciable, y sus consecuencias en un organismo en fase activa de crecimiento podrían ser desastrosas9,10.
Aparato respiratorio
Es bien sabido que la maduración pulmonar progresa de forma discontinua desde la primera infancia. Al principio, el crecimiento alveolar se enlentece hacia los 4 años y prácticamente se ha detenido a la edad de 8 años. La elasticidad pulmonar es inversamente proporcional a la edad, y la plena normalidad no se alcanza hasta los 18 años. Paralelamente, el volumen pulmonar de cierre disminuye desde los 6 años hasta la adolescencia, implicando una reducción de su capacidad de cierre, que puede incluso ser negativa en las fases iniciales, y limitar activamente el volumen corriente11,12. Estos fenómenos están relacionados con las condiciones circundantes del alvéolo, especialmente con la presión transmural y la relativa rigidez del conducto aéreo. Es decir, el niño adolece de menor elasticidad pulmonar con aumento de la resistencia periférica, dando lugar a fenómenos de atrapamiento aéreo incluso a presión atmosférica13. La frecuencia respiratoria disminuye con la talla, pero la demanda ventilatoria es prácticamente la misma que la del adulto; el niño precisa, pues, un flujo ventilatorio más elevado. Es decir, los alvéolos están bien perfundidos pero mal ventilados.
Son también conocidas las implicaciones de la inmersión en posición erecta con agua hasta el cuello, que por efecto de la ley de Boyle-Mariotte implican hipoventilación en reposo e hipoxia moderada, que se compensa con el aumento de volumen sanguíneo central, que aporta la compresión de la cavidad abdominal hacia la torácica. En el niño, este mecanismo puede acentuarse durante la respiración con aire comprimido. Es preciso recordar que los reguladores de buceo no proporcionan el aire exactamente a la misma presión equivalente a la presión hidrostática que corresponde a la profundidad de la inmersión, sino que lo hacen de una forma aproximada, dependiendo de la calidad del regulador en sí mismo, de la posición y ubicación del aparato en relación a la caja torácica, y de la posición relativa del individuo dentro del agua14,15. De hecho, el regulador proporciona el aire a veces en hipopresión y otras en hiperpresión, en función de la distancia entre la boca y la primera etapa del regulador, y este problema es más importante cuando más cerca está el buceador de la superficie. No se puede pues argumentar que el riesgo es bajo si la inmersión es poco profunda.
Resumiendo, existe un riesgo de hiperinsuflación, de moderada hipoxia y de atrapamiento de aire que podría facilitar un síndrome de hiperpresión intratorácica incluso en ausencia de maniobras de salida rápida o de escape libre. Esta limitación sería absoluta hasta la edad estimada de 7 u 8 años. Pasada esta edad, la situación se va normalizando y, si bien la madurez plena no se alcanzará hasta los 18 años, a partir de los 12 años se podría llegar a una situación próxima a la normalidad fisiológica del adulto.
Todos estos condicionamientos hacen pensar que, antes de los 8 años, la inmadurez pulmonar del niño es difícilmente compatible con una actividad subacuática inocua. Más adelante este panorama tiende a la normalización funcional, pero sería extremadamente difícil establecer el límite y formular un criterio rígido o normativo aplicable en todos los casos.
Aspectos psicológicos
Motivación
En primer lugar, será necesario verificar que el niño desea hacer inmersión, que entiende todo lo que esto implica, y que no ha llegado a esta situación inducido por unos padres que desean que sus hijos hagan inmersión obedeciendo a razones egoístas. Deberíamos también estar seguros de que los padres no han tomado esta decisión coaccionados por una estructura comercial que sólo piensa en sus beneficios.
Capacidad de decisión
Puede ser difícil hacer entender a un niño el riesgo implícito a una actividad subacuática, e incluso aunque sí se consiguiera, no siempre podría esperarse que en una situación que pueda comprometer su vida o la de su compañero, el niño actúe de la forma más adecuada. A pesar de esto, llegar a la conclusión general de que los niños no están capacitados para tomar decisiones y para entender el riesgo del buceo, basándose en su supuesta inmadurez psicológica, sería un argumento fácilmente rebatible para el que sólo bastaría recordar que todos conocemos a niños y adolescentes mucho más prudentes y equilibrados que algunas personas adultas que realizan actividades acuáticas desde hace muchos años. De hecho, en los congresos internacionales de medicina del buceo hemos escuchado discusiones entre grandes personalidades defendiendo, a veces acaloradamente, actitudes contrapuestas en relación a estos aspectos.
Si bien podemos concluir que la valoración y el correcto establecimiento de estas limitaciones debería ser uno de los objetivos prioritarios, y sin duda el perfil psicológico habría de marcar una de las limitaciones para una actividad subacuática infantil, hay también que admitir que es extremadamente difícil definir a priori o anticipadamente cuál es la situación que corresponda a cada niño. Tal vez los padres, el maestro, su entrenador, incluso los compañeros adultos, puedan aportar la única información válida en estos casos. No disponemos de ningún test psicotécnico del que pueda extraerse de una manera realmente válida y contundente un criterio psicológico de aptitud para el buceo en los niños, como no lo tenemos tampoco para los adultos.
Aspectos ergonómicos
Con las consideraciones anteriores, el equipo de buceo para un niño debe tener en cuenta las siguientes exigencias:
El diseño de las máscaras de inmersión ha de adaptarse a las características de los niños proporcionando un volumen aéreo muy reducido para facilitar la dificultad de compensación de la presión en el oído medio, implícita a la actividad subacuática en los niños.
Las aletas han de ser blandas, cortas y ligeras.
El tubo respiratorio ha de ser corto, de pequeño volumen pero no demasiado estrecho, para no aumentar el espacio muerto respiratorio ni las resistencias periféricas.
El regulador ha de estar tarado a la presión de apertura mínima necesaria. La primera etapa estará compensada y debe situarse a nivel de las cúpulas torácicas, con botellas de inmersión de poco peso, de reducido volumen y fáciles de colocar, con compensadores en flotabilidad tipo jacket bien adaptados a su talla y dimensiones.
Será preciso utilizar siempre sistemas de protección isotérmica, que han de incluir cabeza y cuello.
Las inmersiones serán siempre cortas y a muy poca profundidad, óptimamente alrededor de 2-3 m, y en ningún caso podrán superar los 8 m.
Criterios de aptidud para el buceo en los niños. recomendaciones
De todos los apartados anteriores se desprende que la valoración médica de la aptitud para el buceo de un niño es extremadamente difícil e incluso puede ser imposible hacerlo de una manera plenamente acertada. No disponemos de medios objetivos claramente fiables para valorar la aptitud psicológica de un niño para la inmersión. No es posible en una visita médica, ni tampoco en dos o tres, establecer de una forma absoluta si un niño es apto para la inmersión. Podremos solamente, y como máximo, entender que en aquel período aquel niño puede estar autorizado a tener una experiencia subacuática, a realizar una inmersión o un conjunto de breves inmersiones con sus padres, sus maestros o instructores, en unas condiciones óptimas, siempre en inmersiones de poca duración y pequeña profundidad, entre 2 y 4 m, y que bajo ninguna circunstancia debería nunca rebasar los 8 m16. Apoyar esta decisión en baterías de pruebas fisiológicas y en tests psicométricos específicos no sería más que establecer un engaño en el cual ocultar decisiones inadecuadas y muchas veces poco responsables, destinadas a contentar las necesidades normativas de algunas personas o colectivos.
La actitud médica no debe ser adoptada por el pediatra o el médico de familia. Aquí, más que nunca, la decisión debe corresponder siempre al médico titulado universitario en medicina subacuática (máster o diploma de posgrado), que lo hará de forma conjunta con el instructor y el padre, o adulto responsable, en un caso concreto y por un período limitado de tiempo. La experiencia confirmará si aquel niño adquiere de forma progresiva destreza, racionalidad y prudencia para que la actividad subacuática se desarrolle dentro de los márgenes de seguridad aceptables para él y para sus acompañantes.
Conclusiones
Se nos solicita a menudo una respuesta, lo más categórica posible, sobre la aceptación o el rechazo de niños para una actividad subacuática programada. Si bien esta situación es tan difícil como se ha expuesto, a modo de resumen las recomendaciones de tipo general serían las siguientes:
Hay que desaconsejar de forma rotunda la práctica de actividad subacuática en niños de menos de 8 años, pues el riesgo de disbarismo descompresivo o barotraumático es elevado y las consecuencias podrían ser graves.
Entre los 8 y los 12 años no tenemos un criterio estable para definir qué niños son aptos y cuáles no lo son. Es posible que en algunos casos se puedan tener algunas experiencias subacuáticas dentro de medidas de seguridad extremas y utilizando equipos especialmente diseñados. Pero no sería prudente establecer una normativa reguladora que autorice de forma sistemática inmersiones para niños entre 8 y 12 años.
De los 12 a los 16 años la mayoría de los niños prudentes, equilibrados y motivados pueden estar en condiciones de realizar actividades acuáticas sin riesgo excesivo, siempre y cuando se adopten las medidas generales de prevención que se derivan de los criterios expuestos anteriormente: inmersiones cortas para evitar la excesiva pérdida de calor, a poca profundidad para evitar el riesgo de accidentes disbáricos, con aparatos respiratorios adecuados para evitar la hipoxia y el aumento del trabajo respiratorio, con dispositivos ergonómicos especialmente diseñados, y siempre acompañados por adultos responsables. Unos y otros habrán sido adecuadamente entrenados, entendiendo y compartiendo el riesgo de una actividad que, por otra parte, será altamente gratificante siempre y cuando el niño la realice como fruto de su decisión, deseando incorporarse al maravilloso mundo subacuático como una de sus actividades predilectas.
CORRESPONDENCIA:
Dr. J. Desola.
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